Aterrizaje en el caos

Después de un vuelo de nueve horas tan tranquilo que se nos hace hasta corto, aterrizamos en el Indira Gandhi AirPort de Delhi, tan moderno como mal gestionado (a partes iguales), y pasamos varias horas haciendo cola para el control del visado.

Encontramos nuestros equipajes tirados en una esquina del aeropuerto, nos los cargamos a la espalda, y decidimos coger un taxi prepago (para intentar evitar posibles estafas), que nos «lleve» a nuestro «hotelaso».

Como el taxista no tiene ni puta idea de dónde está nuestro hotel, nos abandona en medio de una calle más concurrida que la Gran Vía el día del Orgullo, invitándonos a seguir a un chaval que dice que sabe dónde está el hotel (evidentemente, nos negamos a darle propina, a pesar de su insistencia).

Así, andamos varios kilómetros, dando vueltas por el mismo barrio como subnormales con el macutaso a la espalda, hasta que llegamos a una oficina de turismo donde nos intentan vender hasta a la madre del encargado.

Por fin, tras ponernos un poco bordes, conseguimos que llamen al hotel para que manden a alguien a buscarnos. Así es como conocemos a Pilota, quien se convertiría en nuestro Samsagaz Gamyi particular durante las siguientes 24 horas.

Ya en el hotel (al que en adelante nos referiremos como «el puto zulo ese de Delhi») nos encontramos con María y Oliver, y salimos a disfrutar de la ciudad, aunque sólo disfrutamos del metro.

El calor, las horas sin comer, los intensos olores poco agradables, el ruido y la multitud de gente que nos mira con descaro nos impulsan de nuevo al campamento base (una cafetería del barrio en la que trabaja Sam), donde catamos un exquisito Chana Masala y planificamos nuestra huida de la capital.

Pilota nos propone contratar un coche con conductor para nuestro itinerario por Rajastán y, tras sopesar largo y tendido los pros y los contras, aceptamos.

Y así fue como comenzó nuestro periplo por el Estado de Rajastán con Ghoki, quien no dejaría de sorprendernos. 

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