Amor a segunda vista

Aunque nuestro primer contacto con la ciudad es un olor asqueroso (para variar), no tardamos en enamorarnos (por comparación, la verdad sea dicha), de Udaipur.

Nos alojamos en la Nukkad Guest House (si alguien va a la India, que la busque!), amplia, cómoda, limpia, con comida deliciosa y barata, y donde los anfitriones te tratan como una persona, y no como un saco de dinero. Total, una maravilla. Además, una de las chicas del staff da clases de yoga gratis por las mañanas a los/ las huéspedes, y a Eva le encantan.

Para colmo de bienes, en la acera de enfrente (nuestra acera favorita) hay una cafetería donde se puede comer sin miedo y ¡pedimos ensalada! ¡Y fruta y yogurt!

Muy contentas, porque todo está saliendo a pedir de Milhouse, vamos en busca de un cajero. Cuál es nuestra sorpresa cuando, por el camino, nos encontramos con un profe de música sobre el que ya habíamos leído y nos apuntamos a una clase de tabla (Eva) y sitar (Irene). En una hora conseguimos hasta dar un pequeño concierto.

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Pasamos el resto del día con María y Ollie y vamos a nuevos «Sunset Points». De hecho, en Udaipur, está el mejor de Rajastán en lo alto de una colina y hay que subir en funicular.

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Todo habría salido perfecto y maravilloso, de no ser por:

1. Que tiramos 300 rupias a la basura cada una por entrar a la mierda del Palacio de la Ciudad.

2. Los putos festivales.

Bien, resulta que durante nuestra estancia en Udaipur hay no uno, sino dos festivales consecutivos, uno hindú y otro musulmán (mas o menos exactamente iguales), que consisten en mucha gente en las calles de nuestro barrio (mucha de ella drogada), con música de discoteca, pasendo figuras (bien Parvati, bien edificios árabes de papel maché) cual procesión de Semana Santa. A su vez, esto implica cortar todos los cables que van impidiendo el paso de los monigotes por la ciudad, dejando medio Udaipur sin luz (y sin wi-fi) durante todo el fin de semana. Aún así, nos habríamos quedado más tiempo.

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